3. Dinámica interna de la Tierra
Los naturalistas del siglo XVIII pudieron establecer correlaciones estratigráficas entre regiones muy separadas geográficamente gracias a la presencia de fósiles de la misma especie ancestral en continentes hoy día separados por miles de kilómetros de mar abierto; por ejemplo, las impresiones de las hojas de un helecho, Glossopteris, están ampliamente distribuidas en rocas de África, Sudamérica, la India y Australia. También se han hallado fósiles de las mismas especies de vertebrados terrestres, como el reptil Mesosaurus, en distintas zonas de África y Sudamérica (véase ilustración). ¿Cómo es posible?
Izquierda: hojas fósiles del helecho arbóreo Glossopteris, halladas en Australia. Derecha: fósil del reptil Mesosaurus, localizado en Brasil. Ambos fósiles son del Pérmico (hace entre 290 y 249 Ma) y se encuentran por todo el hemisferio sur. |
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Distribución de distintos fósiles durante el Triásico (hace unos 230 Ma), mostrando como se explica su presencia en continentes hoy muy distantes. Las franjas de colores señalan las distribución geográfica de cada una de las especies. |
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Correlación estratigráfica
La correlación estratigráfica es uno de los métodos de la cronología relativa que trata de establecer la correspondencia o equivalencia entre rocas localizadas en regiones diferentes, que pueden estar muy alejadas entre sí geográficamente. La correlación se puede establecer utilizando diferentes criterios, como la presencia de fósiles de las mismas especies: «Correlation of strata» توسط Halliburton - Basic Petroleum Geology and Log Analysis. تحت پروانهٔ CC BY-SA 3.0 به وسیلهٔ ویکیپدیا.
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Las primeras hipótesis, en el siglo XIX, descartaron la posibilidad de que estos organismos hubiesen cubierto las distancias que separaban a sus diferentes poblaciones flotando en el mar o a nado, sugirieron la existencia de puentes intercontinentales; de acuerdo con esta conjetura, en el pasado los océanos estaban divididos por masas de tierra que emergían y facilitaban la dispersión de organismos de unos continentes a otros; posteriormente estos puentes se sumergían.
Sin embargo, estos paleontólogos se percataron de ciertos inconvenientes que lastraban la hipótesis:
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No hay, en los océanos, vestigios geológicos de la existencia de puentes intercontinentales.
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Un puente transoceánico de millares de kilómetros de longitud debería tener el tamaño de un continente, y, de nuevo, no hay el más mínimo indicio —salvo vagas alusiones a leyendas por completo infundadas, como Mu o la Atlántida— de la existencia de antiguos continentes hundidos.
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Los continentes están formados esencialmente por rocas de tipo granítico, mientras que los océanos están formados por rocas basálticas; hasta el momento no se ha encontrado ninguna roca granítica en el fondo de los océanos, como debería suceder si se hubieran formado continentes que posteriormente se hubieran hundido.
Era indudable, no obstante, que algunos puentes intercontinentales son (por ejemplo, el istmo de Panamá) han sido reales. Pero la existencia generalizada de los puentes continentales y la validez de la noción misma de una masa continental hundiéndose sucumbieron ante un sólido argumento: el principio de la isostasia.
La isostasia y la estructura de las cordilleras
La lenta resolución del rompecabezas de los puentes de los biogeógrafos iba a empezar a forjarse de la mano de exploradores que tenían unos intereses bien distintos. Un agrimensor galés, sir George Everest (1790-1866), dedicó un tercio de su vida a la prospección topográfica del subcontinente indio. Uno de los métodos que utilizaba para medir la distancia entre dos puntos muy alejados consistía en observar, desde ambos puntos y a la misma hora, la posición de una estrella de referencia (posición que variaba de un punto a otro a causa de la curvatura de la Tierra). La técnica era muy precisa, pero al aplicarla para medir la distancia entre dos ciudades, Kaliana y Kalianpur, obtuvo que ambas ciudades se encontraban 150 metros más cerca de lo que realmente estaban (unos 625 kilómetros: el dato era conocido gracias a técnicas convencionales que medían distancias cortas y luego sumaban los resultados).
La atracción gravitatoria ejercida por una masa tan descomunal como el Himalaya puede desviar la caída de una plomada, y la desviación será tanto mayor cuanto más próximas estén las montañas. Este hecho puede alterar los cálculos para determinar la posición de una estrella. |
En 1854, el archidiácono de Calcuta y geofísico aficionado, John Henry Pratt (1809-1871), encontró una explicación a la discrepancia. Para determinar la posición de una estrella los exploradores tenían que conocer con precisión la dirección del cenit (el punto de la esfera celeste situado sobre la vertical), para lo cual empleaban una plomada.
¿No podría haber ocurrido, se preguntaba Pratt, que la atracción gravitatoria ejercida por la gran masa del Himalaya, a solo 100 kilómetros de Kaliana, hubiese desviado la caída de la plomada? En tal caso, los topógrafos habrían determinado erróneamente la dirección del cenit y, en consecuencia, la posición relativa de la estrella, alterando el cálculo de la distancia entre ambas ciudades.
Pero el razonamiento de Pratt habría de conducir a una sorpresa mayor cuando estimó la masa del Himalaya: según sus cálculos, la desviación de la plomada debería haber sido tres veces mayor de lo que realmente se observó (y, por lo tanto, Everest y su equipo deberían haber obtenido un error de medida de la distancia entre ambas ciudades de 450 metros, no de 150).
El fallo tendría que residir en la estimación de la masa del Himalaya: ésta debía de ser mucha menor de lo previsto. Pratt pensó que la elevación de las montañas semejaría a una masa de levadura en fermentación, cuya densidad disminuye a medida que la levadura crece (véase la ilustración siguiente). Allí donde hubiese una cordillera, habría también una gran acumulación de rocas ligeras que explicarían la anomalía gravimétrica, es decir, una atracción gravitatoria menor de la esperada; y donde la corteza fuera densa se hundiría y formaría vastas tierras bajas.
Tanto Pratt como Airy pensaban que la corteza terrestre, liviana, flotaba sobre un sustrato más pesado, pero parecido a un fluido. Se pueden simular sus modelos mediante bloques de madera que flotan en una pecera. Pratt (arriba) imaginaba bloques cuya base estaba al mismo nivel, pero cuya desigual densidad –representada por diferentes clases de madera– los elevaría a distintas alturas –cuanto menos densos sean, más sobresaldrán–. En el modelo de Airy (abajo), en cambio, todos los bloques tienen la misma densidad y, si uno destaca, es porque posee raíces que se internan a gran profundidad; es, en esencia, el principio de Arquímedes aplicado a la Geología. |
Sir George Biddell Airy (1801-1892), eminente físico-matemático y Astrónomo Real de la Gran Bretaña, prefería la imagen de icebergs flotando a la de masas de levadura subiendo. La corteza tendría, al contrario de lo que pensaba Pratt, una densidad uniforme, pero siempre menor que la de la capa subyacente, a la que hoy llamamos manto (en el que, efectivamente, se concentra una proporción mayor de elementos relativamente pesados, tales como hierro y magnesio, mientras que en la corteza abundan más elementos ligeros, como potasio, calcio, sodio y aluminio). Airy concebía –erróneamente, según sabemos hoy– el manto como un líquido sobre el que flotaba la corteza, cuyo grosor sería mayor bajo las montañas. De forma similar a como la punta de un iceberg emerge más cuanto mayor es su parte sumergida, así el elevado relieve de una montaña estaría compensado por una gran raíz que penetraría en el manto profundamente, desplazándolo.
Según Airy, el grosor de la corteza (color oscuro) sería mucho menor bajo los océanos que bajo las grandes montañas; éstas se comportarían como bloques de material ligero cuyo exceso de volumen quedaría compensado al desplazar a las rocas más densas (color claro) situadas bajo ellos. De esta manera, la atracción gravitatoria ejercida por la gran masa de una cadena montañosa se cancelaría gracias al déficit de densidad del material situado por debajo de ella. |
¿Qué ocurre si, en el modelo de Airy, superponemos un bloque de corteza sobre otro? Evidentemente, que este último se hundirá; pero el conjunto emergerá más que antes, de modo que los dos bloques de corteza más el manto situado debajo tendrán una masa igual a la que había antes de añadir el otro bloque.
Análogamente, si la corteza se adelgaza por la erosión o aumenta de grosor a causa de la acumulación de sedimentos, se produciría un levantamiento o una subsidencia (hundimiento) para compensar la pérdida o el aumento de masa, respectivamente. A esta lenta recuperación del equilibrio entre bloques corticales el geólogo americano Clarence Edward Dutton (1841-1912) le dio el nombre de isostasia (del griego isos, “igual” y stasis, “estabilidad”).
El modelo de Suess
Paradójicamente, el modelo de la isostasia encontraría apoyo en la teoría de un hombre que se opuso firmemente a ella: el geólogo austriaco Eduard Suess (1831-1914). Por la misma época en que Dutton formulara su principio de la isostasia, la opinión más corriente era que el planeta Tierra se había originado a partir de una masa en fusión que se estaba enfriando y solidificando. Suess propuso que, en el transcurso de ese proceso, los materiales rocosos más ligeros habrían ascendido a la superficie, originando rocas graníticas y metamórficas (que estudiaremos en la siguiente Unidad) asociadas a sedimentos que constituirían la corteza continental; a su conjunto lo denominó sal (más tarde rebautizado sial), por ser relativamente rico en silicatos alumínicos de sodio y potasio. Bajo el sial se hallaría una capa de rocas predominantemente basálticas a la que denominó sima –por su composición a base de silicatos de hierro, calcio y magnesio–, que coincide a grandes rasgos con la corteza oceánica más lo que hoy denominamos manto. El resto de la Tierra sería su parte más densa, el núcleo, al que llamó nife por su composición rica en níquel (Ni) y hierro (Fe).
En este contexto, las montañas se habrían formado porque, al enfriarse, la Tierra se encogería y su corteza se “arrugaría” como la piel de una manzana seca. El mismo mecanismo podría causar el hundimiento de determinados sectores de la superficie terrestre. Y es así como Suess conectó con el viejo problema de los biogeógrafos: la similitud entre los fósiles de diversas áreas del mundo (la India, Nueva Zelanda, Madagascar…). La existencia de una capa de baja densidad –el sial– y el principio de la isostasia hacían francamente difícil sostener la conjetura de los puentes intercontinentales. Pero entonces, ¿cómo se podía explicar la existencia de fósiles como Glossopteris y Mesosaurus en zonas tan alejadas, sino es por la presencia de estos puentes? ¿Podría la teoría de Suess dar cuenta de este enigma?
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