2.4. Genes, cromosomas y meiosis
Pese a ser fervientes defensores del mendelismo, tanto Bateson como Johannsen consideraban que los genes eran entidades ficticias, convenientes para calcular las proporciones de los híbridos pero sin base material alguna. La existencia de los genes como entidades “reales” sería confirmada por los citólogos, obstinados en aclarar el papel preciso de los cromosomas durante la división celular. Tres nombres sobresalen en el empeño: el del alemán Theodor Heinrich Boveri (1862-1915) y los de los estadounidenses Walter Stanborough Sutton (1877-1916) y Thomas Hunt Morgan (1866-1945).
La hipótesis de Sutton-Boveri
En 1902 Boveri experimentó con huevos de erizo de mar en los que indujo la aparición de un número variable de cromosomas, y concluyó que cada uno de ellos juega un papel cualitativamente diferente a los demás en el desarrollo del organismo. Este es el llamado principio de individualidad de los cromosomas, que fue confirmado por Sutton al descubrir cromosomas de distinta morfología, y que más adelante (a partir de 1922) permitiría identificarlos en fotografías y ordenarlos por tamaños y formas, asignándoles un número. Dicha disposición ordenada se llama cariotipo, y se apoya habitualmente en el hecho de que ciertos colorantes no tiñen homogéneamente a los cromosomas, sino que cada uno de ellos adquiere un patrón de bandas característico que ayuda a reconocerlo. Modernamente se ha descubierto que cada cromosoma se asocia a una combinación específica de moléculas fluorescentes, y adquiere así un color distintivo que le identifica en un cariotipo espectral.
El análisis del cariotipo de las células somáticas de casi cualquier especie muestra que cada cromosoma, con su patrón de bandas o su color espectral exclusivo, está repetido (es decir, hay dos cromosomas número 1, dos número 2…). Se habla así de parejas de cromosomas homólogos. En 1905, Strasburger calificaría de diploide (del griego di, “dos”, plo, “multiplicado por”, y eidés, “que tiene aspecto de”) al número de cromosomas de las células somáticas, y de haploide (de haplo, “sencillo”) al número de cromosomas de los gametos. Si representamos por n al número haploide, el número diploide será 2n. En la especie humana, por ejemplo, n = 23 y 2n = 46.
No obstante, las investigaciones efectuadas en 1904 y 1905 por dos estadounidenses, la genetista Nettie Maria Stevens (1861-1912) y el zoólogo Edmund Beecher Wilson (1856-1939), revelaron que, en la especie humana — y, por extensión, en los demás mamíferos—, había un par de cromosomas que, realmente, eran homólogos solo en las hembras: mientras que estas poseían dos cromosomas denominados X por su forma, los machos tenían un cromosoma X y otro diferente llamado Y. A estos dos cromosomas se les conoció como cromosomas sexuales, denominándose al resto autosomas. En otros grupos, como las aves, los cromosomas sexuales se etiquetaron Z y W, siendo el macho el que tenía dos cromosomas iguales (ZZ) y la hembra diferentes (ZW) [véase la ilustración 5.32]. A veces se “pierde” el cromosoma W o el Y, y el correspondiente sexo solo tiene un cromosoma sexual (hembras Z0, o machos X0, como el del saltamontes).
En todo caso, era obvio que en la división reduccional de Weismann los 2n cromosomas no se podían repartir de cualquier forma, sino que a cada gameto le había de tocar exactamente un miembro de cada pareja de homólogos (un cromosoma número 1, un número 2…). En la fecundación, cada gameto aportaría un “juego” completo de n cromosomas, de modo que el cigoto recibiría dos cromosomas de cada tipo (en total, 2n). Este comportamiento de los cromosomas armonizaba con las reglas de la transmisión de los caracteres hereditarios, lo que condujo a Sutton a formular en 1903 una importante hipótesis1: que los factores hereditarios debían encontrarse en los cromosomas, lo que hoy conocemos como teoría cromosómica de la herencia, tras la confirmación que aportarían los trabajos de Morgan en 1915, como veremos más adelante.
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