2.1. La física y los seres vivos
Poco a poco se fue poniendo de manifiesto que la célula no era un grumito informe de protoplasma, sino un intrincado sistema de cámaras y laberintos, escenario de innumerables acontecimientos moleculares. Lo más llamativo era el elevado orden que exhibía tanto su estructura como su funcionamiento, comparable al de una ciudad. ¿Qué mecanismos eran responsables de esa organización exquisita? ¿Y cómo una sola célula —el cigoto—, ya bastante ordenada de por sí, podía producir un organismo aún mucho más ordenado y complejo?
En 1944, el austriaco Erwin Schrödinger (1887-1961), uno de los fundadores de la mecánica cuántica, intentó contestar a esas preguntas con la sola ayuda de las leyes de la física. Concibió dos maneras de generar orden en los seres vivos, a las que llamó orden a partir del orden y orden a partir del desorden.
Schrödinger sabía que los cromosomas controlan el proceso de división celular y, por ende, el desarrollo y la actividad del individuo. También estaba al tanto de que en los cromosomas hay un reparto de tareas, de manera que distintos fragmentos de los mismos, llamados genes, intervienen en la expresión de cada rasgo concreto del individuo (ilustración siguiente). Lo que no estaba claro es cómo los genes, que es lo único que se transmite de padres a hijos, permanecen inalterados a lo largo de generaciones pese al movimiento térmico desordenado que experimentan los átomos, y que tiende a destruir cualquier estructura con el paso del tiempo.
Schródinger intuyó que la respuesta provendría de la mecánica cuántica. Ésta predice que entre átomos de elementos no metálicos se pueden establecer enlaces covalentes (recuerda la formación de enlaces); los átomos se unen así formando moléculas, que poseen gran estabilidad, pues para romper los enlaces covalentes se necesita generalmente más energía de la que puede suministrar la agitación térmica ambiental.
Un gen (o incluso todo el cromosoma) sería, entonces, una enorme molécula esencialmente estable. A veces, una pulsación de energía intensa (por ejemplo, de radiación ionizante) puede romper algunos enlaces; los átomos involucrados podrían formar nuevos enlaces, de modo que la molécula resultante fuese también estable: se habría producido una mutación (véase ilustración).
Schrödinger fue incluso capaz de prever las propiedades de dicha molécula. Puesto que debe llevar “escrita” la clave para el desarrollo del organismo, algunos grupos de átomos han de desempeñar un papel similar al de las letras en un texto. Esa molécula imaginada en 1944 es lo que llamamos hoy ácido desoxirribonucleico (ADN), y sus “letras”, bases nitrogenadas (véase ilustración).
Para explicar el orden de los seres vivos Schrödinger recurrió también a una célebre ley de la física, la segunda ley de la termodinámica (la primera ley es el principio de conservación de la energía). Su enunciado es sencillo: la energía interna de un sistema de cuerpos que interaccionan (esto es, la energía asociada al movimiento de sus moléculas, o a los enlaces entre sus átomos) tiende a dispersarse.
Así, el azúcar tiende a disolverse en agua porque su energía se dispersa al hacerlo físicamente las propias moléculas. En otros casos la energía se dispersa sin que se desplacen las moléculas. La madera tiende a arder porque la energía asociada a sus enlaces (y a los del O2) es mayor que la de los productos de la combustión (CO2 y H2O); la diferencia de energía se dispersa con el humo y el aire. Análogamente, los componentes celulares tienden a degradarse, dispersándose por el entorno, lo que supone la muerte del organismo.
La magnitud física que mide cuánto se ha dispersado la energía que antes estaba concentrada se llama entropía. Podemos, pues, reformular así la segunda ley: en un proceso espontáneo, la entropía total (la suma de las entropías de todos los cuerpos que intervienen en el proceso) debe crecer. Subrayemos lo de total, porque se puede producir un descenso en la entropía de un cuerpo si se compensa con un aumento en otra parte, de manera que en el conjunto formado por el cuerpo y sus alrededores se produzca un incremento neto de entropía.
Por tanto, un organismo puede mantenerse en un estado de baja entropía y evitar la muerte a base de inducir un aumento de entropía en el entorno. De ello se encarga la función de nutrición. Un animal, por ejemplo, obtiene del entorno energía concentrada en forma de nutrientes, y la devuelve como calor y productos residuales de menor contenido energético. A esa cantidad de energía que puede dispersarse, aumentando la entropía total, se la conoce como energía libre. La respiración permite que la disipación de energía transcurra lentamente, de modo que parte de ella pueda retenerse transitoriamente en forma de componentes celulares o moléculas como el trifosfato de adenosina (ATP) que, según indica esta ilustración y explica la Unidad 8, es el “combustible” que permite a las células realizar su trabajo. Pero, al final, toda la energía libre acaba dispersándose.
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