¿Tres o cuatro reinos?
Las múltiples observaciones realizadas por Anton van Leeuwenhoek a través de sus lentes (véase la unidad 2), habían revelado la existencia de todo un mundo de organismos microscópicos. Resultaba evidente que en este universo no se podía aplicar la distinción tajante entre animales y plantas: algunos de tales organismos, pese a ser unicelulares, podían fácilmente ser asimilados a algas y clasificados entre las plantas, por lo que se les dio el nombre informal de protofitas; otros recordaban a animales y se les llamó protozoos; pero muchos de ellos combinaban características “animales” y “vegetales” de múltiples maneras. A partir de este momento se sucedieron diversas clasificaciones de los seres vivos.
Pero había unos seres unicelulares que se distinguían por su pequeño tamaño –entre 1 y 10 micrómetros de diámetro, en contraste con los 10 a 100 micrómetros del resto de los protistas– y, sobre todo, porque sus células carecían de núcleo: las bacterias. Haeckel pensó que podían ser representantes aún vivos de las formas de vida ancestrales y escasamente organizadas, a las que denominó Moneras. En su opinión, el desarrollo de las células más complejas que se observan en el resto de los seres vivos fue el resultado de la diferenciación de estos “moneras” en una zona interna (el núcleo) y otra zona externa (el citoplasma).
Aunque Haeckel modificó repetidas veces las fronteras del reino Protista desde que sugirió su creación en 1866 siempre dejó dentro de él a las bacterias.
Este último tampoco abarcaba a las algas verdes –aunque sí a otros grupos de algas– por considerarlas como el origen de las restantes plantas y, por lo tanto, incluidas en dicho reino.
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