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Introducción

En el quehacer rutinario de los estudiosos de la naturaleza destaca una actividad clave: la clasificación de entidades como rocas, plantas, cristales, cortejos sexuales, tejidos orgánicos, suelos... Clasificar una colección de objetos es separarlos en grupos distintos, o taxones, cuyos integrantes tienen algo en común. Pero al hacerlo hay que tener especial cuidado en:

  • Delimitar claramente cuál es el conjunto que vamos a clasificar.

  • Que todos los taxones contengan, al menos, un miembro del conjunto.

  • Que ningún miembro del conjunto quede “fuera” de la clasificación; es decir, que todos estén incluidos en algún taxón, y solo en uno.

Puesto que la naturaleza presenta tan gran variedad de formas, al clasificarlas podemos hablar ordenadamente sobre ellas, estudiarlas mejor, proponer hipótesis sobre su origen o constitución con más facilidad. Incluso nos atreveríamos a decir que toda teoría se fundamenta en una clasificación.

Podría parecer que la afirmación anterior insinúa que los científicos han de dedicarse, antes que nada, a observar minuciosamente la naturaleza y a organizar los datos en clasificaciones que reflejen el orden “real” de las cosas; luego vendrá la hora de teorizar y de articular esos descubrimientos en una nueva interpretación del mundo. Todo investigador trabaja con una teoría previa, inevitablemente influidas por el contexto social y cultural de sus autores, que sugiera qué observar, qué datos interesan reunir y clasificar e incluso cómo diseñar experimentos.

 

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