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El nacimiento de la sistemática

Darwin pensó que los productos de la selección natural –las especies que viven o han vivido en la Tierra– podrían conectarse con sus antecesores formando algo parecido a un árbol genealógico: un árbol filogenético en el que cada especie aparece unida mediante “ramas” a aquella de la que desciende, y con un “tronco” común de origen para todos los organismos.

Inmediatamente cayó en la cuenta de que ese icono de la historia de la vida justificaba las relaciones jerárquicas que aparecían en la clasificación de Linneo: las afinidades entre especies no eran otras que los caracteres que han heredado de un antepasado común. Toda clasificación natural –la ordenación de especies en géneros, estos en familias, luego en órdenes, y así sucesivamente– había de ser rigurosamente genealógica.

Desde entonces, la taxonomía (la ciencia que investiga la clasificación de los organismos) se alió con la filogenia (la ciencia que trata de averiguar las relaciones de parentesco evolutivo entre taxones). Ambas ciencias serían en lo sucesivo las dos caras de una misma moneda, la sistemática, ciencia cuyo objetivo es interpretar el modo en que la vida se ha diversificado a lo largo del tiempo hasta desembocar en los millones de especies que pueblan nuestro planeta.

Árbol evolutivo hipotético que aparece en "El origen de las especies" de Darwin

Sin embargo, a medida que el modelo sistemático de Darwin ganaba en aceptación se topó con una sorprendente dificultad. Hasta ese momento el mundo vivo había sido dividido en dos reinos claramente diferenciados, las Plantas y los Animales. El espectacular aumento de la información disponible que siguió al nacimiento de la teoría celular no hizo sino confirmar las diferencias entre ambos grupos:

  • Plantas y animales poseían células perfectamente distinguibles, con una rígida pared de celulosa en el primer caso y sin ella en el segundo.

  • Las células se agregaban en tejidos fundamentales, de nuevo muy distintos en plantas y animales.

  • La fisiología (adquisición de nutrientes, intercambio de gases, excreción, circulación de líquidos) y el metabolismo de los dos reinos (autótrofo y heterótrofo, respectivamente) apenas tenía comparación.

Así, esta sencilla dicotomía resultaba tan clara y tan cómoda que ciertas inconsistencias más o menos molestas (por ejemplo, la existencia de los hongos, que parecen plantas pero poseen metabolismo heterótrofo y pared celular de quitina –una proteína–, no de celulosa –un polisacárido–) podían fácilmente ser pasadas por alto.

Pero, según Darwin, todos los organismos vivientes están vinculados por relaciones de parentesco evolutivo. Era a todas luces inconcebible que las plantas descendiesen de algún grupo de animales, o viceversa. Es decir, plantas y animales debían tener un antecesor común que, obviamente, no podía haber sido ni una planta ni un animal. ¿Dónde “encajar” a semejante ser?

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