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1.3. La química orgánica

A finales del siglo XVIII se había iniciado la búsqueda de esas moléculas orgánicas en los seres vivos, en sus excrecencias o en los productos de su descomposición. Se había aislado, por ejemplo, el “azúcar de uva” o glucosa, el glicerol o “principio dulce de los aceites”, el ácido láctico de la leche… Todos ellos tenían algo en común: siempre contenían carbono (de símbolo C) e hidrógeno (H), y casi siempre oxígeno (O).

El químico francés Antoine-Laurent de Lavoisier (1743-1794) observó que los pulmones de los animales expelían durante la respiración dióxido de carbono (CO2) y vapor de agua (H2O), formados precisamente por esos tres elementos. Comparó entonces la respiración con una combustión, ya que ambos procesos consumen oxígeno (O2) y emiten calor; éste último se distribuiría a todo el animal por la circulación sanguínea y la transpiración se encargaría de regularlo, mientras que el “combustible” de la respiración se repondría mediante la nutrición. Así, Lavoisier no describiría a un organismo como un reloj, sino como una máquina de vapor, con una fuente calorífica a la que hay que suministrar combustible y un sistema de refrigeración.

Pero este mecanicismo de nuevo cuño era incapaz de dar cuenta del extraño comportamiento de las moléculas orgánicas cuando se calentaban. El azúcar, por ejemplo, se caramelizaba, y permanecía así tras enfriarse; el aceite se vaporizaba, pero no se condensaba al enfriarse. En cambio, las sustancias inorgánicas podían ser alteradas cuando se las calentaba —la sal se volvía incandescente, el agua se vaporizaba—, pero al enfriarse recobraban su estado original.

Las moléculas orgánicas mostraban otras propiedades desconcertantes. Por ejemplo, el etanol y el éter dimetílico contienen los mismos átomos (2 de carbono, 6 de hidrógeno y 1 de oxígeno), pero uno es líquido a la temperatura ambiente, mientras que el otro es un gas. Por ello, el químico sueco Jöns Jakob Berzelius (1779-1848) concluyó que la química de la vida —la química orgánica— obedecía a sus propias reglas y que solo el tejido vivo podría crear moléculas orgánicas, combinando átomos merced a una desconocida fuerza vital que no se podía reducir a las leyes de la química, ni se localizaba en ningún órgano; dependía, pues, del ser en su conjunto, esto es, de la organización misma de los seres vivos. Se trata de la vieja doctrina del vitalismo.

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