1. El portador de la información genética
En la Unidad 4 estudiamos la composición química de los ácidos nucleicos; ahora tenemos que responder a dos interrogantes: ¿dónde se localizan? y ¿cuál es su papel en las células?
La primera pregunta fue contestada por el citólogo y genetista sueco Torbjörn Oskar Caspersson (1910-1997). En 1936, Caspersson eliminó selectivamente el ARN de las células y fotografió la célula con luz ultravioleta, que los ácidos nucleicos absorben con intensidad; determinó así que el ADN —el único ácido nucleico que quedaba— se hallaba exclusivamente en los cromosomas. Experimentos similares mostraron que el ARN se localizaba principalmente en el citoplasma y en el nucléolo.
Ahora bien, si el ADN se encuentra en los cromosomas, ¿podría ser el material que forma los genes? La opinión general era que no, porque se asumía que el ADN era una molécula demasiado simple. Levene —el bioquímico ruso que, como vimos en la Unidad 4, estableció las diferencias químicas entre el ARN y el ADN— concluyó, a partir de determinaciones algo imprecisas, que los cuatro nucleósidos del ADN (dG, dC, dA y dT) se hallaban en igual proporción, y propuso que esta molécula consistiría en la repetición de un tetranucleótido lineal o cíclico (véase ilustración); ¿y qué información podría transmitir un mensaje en el que figurasen solo las letras GCAT GCAT GCAT… una y otra vez?
Los genes, pues, no podían ser otra cosa que proteínas. El gen de la hemoglobina, por ejemplo, no sería más que una molécula de hemoglobina que permanecería “en reserva” dentro del núcleo; cada vez que se necesitara hemoglobina solo tendría que hacerse una “copia de trabajo” del prototipo. El ADN serviría simplemente para mantener unidos los genes —o sea, las proteínas— de cada cromosoma (gracias a las cargas negativas de los grupos fosforilo, que atraen a las proteínas).
Sin embargo, una serie de datos apuntaban insistentemente en otra dirección. Las proteínas que acompañaban al ADN en los cromosomas (las protaminas detectadas en los espermatozoides, mencionadas al comienzo de la Unidad 4, y las denominadas histonas en las demás células) resultaron poseer una estructura particularmente sencilla comparada con otras proteínas de la célula. Por el contrario, se advirtió que el peso molecular del ADN era muy superior al de las proteínas y, además, había el doble de ADN que de proteína en los cromosomas: demasiado para tratarse de un simple pegamento.
El rechazo definitivo al modelo proteínico del gen se debió a ciertos investigadores que trabajaban con neumococos (Streptococcus pneumoniae), las bacterias responsables de la neumonía humana. El oficial médico británico Frederick Griffith (1879-1941) había descrito en 1923 dos cepas de esta bacteria: una que desarrollaba una cápsula de polisacáridos que la protegía frente al sistema inmunitario de su huésped, por lo que era muy virulenta, y otra, mutante, incapaz de formar la cápsula y, por tanto, benigna. La primera se reproducía al cultivarla en un medio sólido formando colonias de aspecto liso, por lo que la llamó cepa S (del inglés smooth, “liso”); la segunda formaba colonias rugosas (rough), y la etiquetó con la letra R.
En 1928, Griffith informó de un resultado sorprendente. Había inyectado a un ratón una mezcla de bacterias S muertas por calor (por tanto, inocuas) y bacterias R vivas, y aisló de los tejidos del ratón bacterias S vivas (ilustración siguiente). Por supuesto, las bacterias S muertas no habían resucitado, pero las bacterias R habían adquirido la capacidad de producir la cápsula y se habían transformado en bacterias S. Las bacterias muertas, pues, deberían haber liberado el gen correspondiente (al que Griffith llamó principio transformante), que se habría insertado en las bacterias R.

De ahí el enorme interés en averiguar la naturaleza química del “principio transformante”, tarea en la que se implicó el médico canadiense Oswald Theodore Avery (1877-1955). Durante una década trabajó con afán junto a dos colaboradores, el canadiense Colin Munro MacLeod (1909-1972) y el estadounidense Maclyn McCarty (1911-2005). En 1944, tras un proceso que fue esencialmente de eliminación (ilustración siguiente), Avery, MacLeod y McCarty establecieron más allá de toda duda razonable que el principio transformante —y, por tanto, el gen— era ADN.

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