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2. Teorías de la herencia y teorías de la evolución

En 1875 se estableció la universalidad de la mitosis como proceso de división celular en plantas y en animales. Los recuentos de cromosomas permitieron constatar que su número permanece invariable a lo largo de las sucesivas divisiones que originan al individuo adulto a partir de la célula inicial o cigoto. En consecuencia, todas las células de un organismo debían tener el mismo número de cromosomas: 14 en el trigo silvestre, 20 en el maíz, 38 en el gato, 46 en el ser humano (aunque hasta 1955 se creyó que eran 48, como en el chimpancé) y 78 en el perro, por citar algunos ejemplos.

Surgió entonces una dificultad: durante la fecundación el núcleo del espermatozoide penetra en el óvulo y se fusiona con el núcleo de este; el núcleo del cigoto así formado comienza entonces a dividirse, iniciándose el desarrollo embrionario. Pero si los gametos tienen el mismo número de cromosomas que las demás células, ¡cada hijo debería poseer el doble de cromosomas que sus padres!

La solución a la paradoja, por supuesto, estribaba en que, de alguna manera, la formación de gametos a partir de células de los órganos sexuales debería de ir antecedida de un proceso de reducción cromosómica, de modo que cada gameto solo tuviera la mitad del número de cromosomas típico de la especie; la fecundación restauraría dicho número en el cigoto.

Científicos como Strasburger intuyeron que este proceso podría explicar por qué un hijo se parece a su padre y a su madre: bastaba con aceptar que cada gameto transmitía al descendiente parte de los rasgos hereditarios del respectivo progenitor. Desarrollar estas ideas permitiría, pues, construir algo que hasta entonces había recibido escasa atención: una teoría de la herencia.

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